Julio Andrade Malde

Julio Andrade Malde

Licenciado en Derecho, entomólogo, gemólogo, compositor, poeta, crítico musical, incondicionalmente enamorado de la ciudad que le vio nacer y a la que siempre volvió, gallego y al mismo tiempo profundamente español. Acaso ese espíritu romántico suyo, más propio de otras épocas, y su insaciable apetito por entender el mundo en el que vivía le hicieron interesarse por ámbitos tan dispares y que siempre intentó inculcar a quienes le rodeaban.

¿Cómo olvidar la mirada, mezcla de admiración y asombro, de sus tres nietos mientras les explicaba, no sin cierta dosis de optimismo, quién sabe qué extraña disposición de los pétalos de alguna flor o acaso la sutil diferencia del número de alas con que la naturaleza dotó a dípteros y a himenópteros?

Recuerdo con nostalgia las horas de complicidad que pasamos tocando, él al piano y yo al violín, la segunda sonata de Brahms, una danza húngara o alguna de sus propias obras, que estoy seguro que algún día serán interpretadas y valoradas, pues su música es para su queridísima tierra el más sincero legado y, para mí, un sinfín de momentos privilegiados que pasé con él y que jamás volverán. 

«Fíjate en este pasaje, el acorde de séptima, el La bemol», me decía ensimismado, y tal vez algo celoso del genio creador del músico de Hamburgo, interrumpiendo nuestra dudosa interpretación. Yo no entendía aquello, le pedía que siguiese tocando, sin comprender. 

Vienen a mi mente las húmedas tardes de invierno, el sonido de nuestras pisadas sobre un mar ocre de hojas y el murmullo del Eume, inmerso en el mismo letargo que el dorado tesoro que, escondido bajo la corteza de un tronco marchito y desarraigado con crueldad de su efímera morada, despierta torpemente al sentir la piel, apenas tibia, de la mano de un niño.

Él era feliz, inmerso en la naturaleza de la tierra que tanto amó, bajo un cielo de ramas desnudas de castaños y robles, durante esas «cacerías sutiles», como las denominó Ernst Jünger, y que, tal vez, le inspiraron las delicadas melodías de O reiseñor o de A morte de Rosalía.

La noche envuelve en un manto fúnebre la fraga, el río entona, sereno, el Poco allegretto de la tercera de Brahms, tal vez uno de los pasajes más inspirados de la sinfonía que él más amaba. Una gélida y fatal melancolía despoja al monte de todo ápice de vida. Él me dice que está agotado, vencido, solo consigue susurrar dos últimas palabras: «No puedo». 

Tal vez en su mente resuenan los versos de Rosalía:

Xa nin rencor nin desprezo, 

xa nin temor de mudanzas, 

tan só unha sede…, unha sede 

dun non sei qué, que me mata. 

Ríos da vida, onde estades?

Aire!, que o aire me falta. 

‑Que ves nese fondo escuro?

Que ves que tembras e calas? 

‑Non vexo! Miro, cal mira

un cego á luz do sol crara. 

E vou caer alí en donde 

nunca o que cai se levanta. 

El pasado 28 de marzo fallecía, víctima de este inefable virus, una gran persona y, para mí, un amigo y el mejor de los padres, lejos de los suyos y sin que nadie pudiera al menos coger su mano. 

Algo me consuela haberle dicho durante una de esas interminables conversaciones que manteníamos bien avanzada la noche, que la mejor herencia que un padre puede dejar a sus hijos es transmitirles la sensibilidad y la capacidad de emocionarse con un Lied de Schubert o con un poema de Byron.

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