Isabel Rey González y David Mouteira Quibén

Isabel Rey González y David Mouteira Quibén

David Mouteira, taxista jubilado de Pontevedra, se marchó de su casa en ambulancia el día 19 de marzo convencido de que algo grave le pasaba, y de que, posiblemente, eso que le estaba haciendo sentir tan mal fuese el coronavirus. De hecho, y viendo que su mujer llevaba ya días muy pachucha, que apenas lograba comer, que sus hijos también estaban enfermos y que a él le empezaba a faltar la respiración, le dijo a los sanitarios que fueron a buscarle: «Sei que teño ese demo dentro». No le falló la intuición. Su mujer, Isabel Rey, también contagiada por coronavirus, falleció 48 horas después en el domicilio y él, a causa del covid-19, solo le sobrevivió unos días. No pudieron despedirse ni entre ellos ni de nadie. De hecho, se murieron mientras gran parte de la familia caía enferma por el virus. Sus tres hijos, huérfanos de ese beso del adiós, se deshacen en agradecimientos al personal municipal que se hizo cargo de la situación, y a ellos les prometen que pronto descansarán juntos. El 4 de julio, tal y como ellos querían, la familia se reunirá en Quireza (en Cerdedo, el lugar de origen de ambos) y allí quedarán para siempre sus cenizas.

David e Isabel tuvieron una vida de lucha para sacar adelante a sus tres hijos y a su querido sobrino Sesé, al que cuidaron como a un hijo más mientras sus padres estaban en la emigración. David había emigrado en la juventud a Venezuela y, a la vuelta, se hizo taxista. Ella, Isabel, era ama de casa. Pero era mucho más que eso; era la generosidad vestida de mujer. Si alguien de Cerdedo iba al hospital, ahí estaba Isabel para ir a visitarle o cuidarle. Si algún emigrante suizo, como su hermana, necesitaba que le arreglasen papeles en Galicia, ahí iba ella también. 

Nunca se rendía. Quizás por eso, cuando a raíz de un problema en una rodilla su salud empeoró, ella decidió seguir tirando del carro. Era feliz viendo a toda la familia a la mesa. Se preocupaba mucho más por los suyos que por esa pierna que a veces tenía que llevar a rastras. A finales de febrero, una infección de orina la obligó a ingresar en el hospital. La cuidó allí su hija mayor. Y, ya de vuelta a casa, Isabel comenzó con malestar generalizado y negándose a probar bocado. 

Los primeros días, nadie pensó en coronavirus. Pero su hija, la que la había cuidado en el hospital, estuvo también grave. De hecho, necesitó hospitalización. Y así se fueron atando cabos. No dio tiempo ya a que Isabel fuese al hospital. Murió en casa mientras su marido viajaba a Montecelo para ver si él tenía una oportunidad. Desafortunadamente, no la encontró.

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