Dositeo Rodríguez

Para todos, era Dositeo Rodríguez. Para muchos, Dositeo. Para nosotros, papá. Se fue el 27 de marzo, tranquilo, trabajando, incluso en su última mañana, confiado en que pronto superaría esa infección de la que no llegó a interiorizar su virulencia. Con esa sonrisa que ahora añoramos nos dejó. Todos nuestros recuerdos de él están tejidos de trabajo y familia. De verlo levantarse a las 6 de la mañana en agosto en Porto do Son para volver a Santiago y recibirlo por la tarde en la playa para nadar y después jugar al tute —en el que era buenísimo, aunque no tanto como su amigo Antonio el de Oviedo— o al mus, en el que era malísimo porque la mentira se le veía en la cara. De ir a pescar a las rocas mientras hablaba de mejorar el puerto, el turismo rural o de cómo asumir el traspaso del Insalud a Galicia. De ayudar a infinidad de asociaciones, de escribir mil y una notas de análisis, decenas de libros blancos, de acertar con tantos temas y no conseguirlo en otros.
Hizo fácil lo difícil, nos inculcó el gusto por la lectura, la música, la naturaleza y la defensa de Galicia, de la forma más natural posible. No faltaron nunca joyas literarias infantiles en casa o enciclopedias adaptadas para despertar nuestra imaginación y el deseo de saber más, y montones de periódicos para ayudarnos a despertar nuestro sentido crítico desde múltiples perspectivas. Nos enseñó a amar el deporte, desde nuestros primeros pasos en la pista de tenis de Santa Mariña en Lugo, al campus universitario de Santiago hasta un duro paseo por el Xurés donde no dudaba en cruzar un río de montaña sin ropa hasta la cintura. Fue un gran aventurero, y siempre avanzaba con una gran sonrisa por difícil que pareciese el camino.
No era un padre de muchos consejos o grandes recomendaciones. Esperaba lo mejor y no se sentía decepcionado si no ocurría. El resultado es que su ejemplo te daba fuerzas y te impulsaba. Fue hijo de su generación: le gustaba el cine. Le gustaba la huerta porque la mamó de pequeño en un pequeño pueblo de Quiroga, al pie de la sierra de O Courel. Un gran tomate resplandeciente o un buen ciento de pimientos era su mayor alegría. Entroncó con Portomarín por nuestra madre y allí pasamos fantásticos veranos y Navidades, con señor de la alquitara, con partidas interminables, con una gran familia reunida, hasta que el destino quiso que aquella felicidad no durase más. Le recordamos en casa de nuestra abuela cantando, paseando durante horas entre pavos y gallinas. Huerta, cine, pescar, buscar setas, tute, leer, nietos, pasear. No eran las suyas aficiones complicadas.
En cualquier sitio donde estaba Dositeo te sentías bienvenido. Por eso a su alrededor nunca hubo cuñados sino hermanos y hermanas; no nueras, yernos o sobrinos, sino más hijas e hijos. Iba y venía, siempre atento, a veces un poco pesado de tan cariñoso. No fue un gran gobernante familiar, pero es que no le hacía falta. A su lado estaba Carmela, la gran gobernanta. Quizás no hay mayor éxito en la vida que marcharse y poder ver cómo no dejas tristeza sino felicidad a los que te han acompañado. Nos dejó muchas cosas. Sobre todo, la felicidad de haber compartido su buen humor, su optimismo, su seriedad reconfortante, su cabezonería irritante en hacer lo correcto, su sentido de la justicia.
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